El fantasma imperfecto
Afirmar, contra su título, que esta novela es perfecta; quizá pueda parecer exagerado. Explico: principalmente, porque evaluar las virtudes de un texto literario responde a leyes cambiantes e imprecisas; también porque no hay lectura ingenua. Si la hubiese, sin embargo, este texto no saldría perjudicado. Un hombre, Juan Minelli, llega varias horas antes de su vuelo a un aeropuerto internacional. Escenario fascinante: un parque de diversiones multilingüe; en sus espejos deforman una feria abigarrada y heterogénea, un prostíbulo secreto, lugar de tránsito, de adioses y regresos sin fin. Allí, el protagonista realiza los gestos anteriores, transcurre largo rato en el bar, se detiene en un free shop, va al baño para refrescarse, deambula sin rumbo fijo; sus pasos lo llevan al correo, la peluquería, un kiosco, una cabina telefónica, replicas, setos curvados. Sobre ese colorido tablero se mueven fichas humanas: desde un etíope equívoco hasta un policía estereotipado, pasando por negros de oblicua mirada, ras, arutras, masajistas, un gurú sucio, además de innumerables rostros anónimos. Este cuadro abigarrado, entre esotérico e inquietante, donde no se excluyen el asesinato ni una ominosa seducción atrapará la conciencia de Minelli, sin que el lector llegue a saber las causas de su reserva, si bien percibe que algo lo carcome hasta la saciedad, hasta sus límites.
La esculpida prosa, de contenida respiración, refulgente como un duro cristal, de El fantasma imperfecto permite trocar el distanciamiento en pasión, adivinar las furias tras los juegos de luces; plantificar la tragedia por ausencia.