En 1902 Rainer Maria Rilke llegaba a París para conocer a Auguste Rodin, de quien acabaría siendo secretario durante un año. El disgusto y el sentimiento de desubicación que le produjo la ciudad le inspiraron un proyecto de novela en primera persona que acabaría construyéndose alrededor de una identidad en peligro: un joven descendiente de un aristocrático linaje danés, pero pobre, atemorizado, sin familia ni amigos, que deambula por un París ruidoso y masificado, lleno de enfermos y mendigos que parece que le acosan y le ofrecen una visión de la miseria de la que se huye pero que finalmente hay que mirar de frente.
Este personaje sería al fin el sujeto de un libro con un sentido de la composición inédito en su día pero que hoy, más de un siglo después, relacionaríamos con los llamados «géneros fronterizos». Problematizando su condición de novela por su distanciamiento con el yo íntegro y satisfecho de la tradición decimonónica, recreando la falta de unidad de un cuaderno de notas −«como si se encontraran en un cajón una serie de papeles desordenados y, de momento, hubiera que conformarse con lo encontrado»−, mezclando recuerdos de infancia con evocaciones literarias e históricas −reyes locos, mujeres amantes y no amadas, hermanos en discordia, santos−, Los apuntes de Malte Laurids Brigge (1910) ha llegado a considerarse, según el poeta Hans Egon Holthusen, «una de las obras más rupturistas de la literatura moderna».